lunes, 5 de mayo de 2008

¿Inmovilismo agrarista o revolución industrial?

Marzo y abril del 2008 protagonizaron el primer choque del siglo entre modelos antagónicos de país, más precisamente, entre las dos opciones que el capitalismo pone a disposición de las naciones atrasadas en América latina: 1) modelo agro-exportador, de regresiva distribución del ingreso, de concentración de rentas diferenciales y riquezas naturales, de rechazo a los ideales de la Patria Grande y de inserción mundial antagónica al propio desarrollo; o 2) modelo industrialista de alto valor agregado, científico y tecnológicamente autónomo y avanzado, financieramente independiente, inclusivo socialmente, latinoamericanista y con una inserción internacional basada en la defensa del propio interés. En otras palabras, el dilema del desarrollo o del subdesarrollo, siempre y cuando se considere al primero con las reservas que Celso Furtado oportunamente señaló: entender al “subdesarrollo” no con una finalidad comparativa en relación a los países más avanzados, sino como expresión de una atrofia en la normal evolución del capitalismo.
En un rango de tiempo cubierto desde la precoz creación inglesa en el siglo XVII hasta las primeras décadas del XX, las naciones denominadas “desarrolladas” también experimentaron “choques de modelos”. Fricciones y choques agudizados por la presencia de ciertas condiciones objetivas que impulsaban al capitalismo a un estadio superior, por ejemplo del mercantilismo al industrialismo. Países de la Europa occidental, Estados Unidos, Canadá, Australia, etc., superaron sin mayores conflictos su propio subdesarrollo. Extirparon el feudalismo, avanzaron sobre la aristocracia y los grandes terratenientes, unificaron territorios dispersos bajo un único centro económico y una misma espada. Fue así como las nuevas y ascendentes clases sociales removieron las barreras prohibitivas para el desarrollo masivo de sus propias fuerzas productivas. Y lo hicieron, por mucho que suene contradictorio, concediéndole al sector primario-exportador (en general, agrario) un rol estratégico, más no por considerarlo la fuerza excluyente de su desenvolvimiento, sino como combustible y motor del desarrollo industrial, al cual se lo subordinó. En la Argentina –como en el resto de los países latinoamericanos– , el “choque de modelos” también se verificó, aunque en más de una oportunidad y no con los mismos resultados que sus pares del centro. El Plan Revolucionario de Operaciones de Mariano Moreno y Manuel Belgrano constituyó la temprana iniciativa para instaurar un modelo de desarrollo, del cual las experiencias yrigoyenista y sobre todo la peronista de la primera mitad del siglo pasado, fueron su continuación ideológica. No obstante, no fue sino hasta el peronismo de la década del ´40 que se comprobó el ascenso al poder a los representantes de un modelo estatista, industrialista, volcado al mercado interno y socialmente más justo. Entonces, se agudizó el enfrentamiento de modelos. La contra- opción, aliada histórica de los centros económicos mundiales, alzó la voz, empuñó las armas y volvió las cosas a su lugar.Se podrá coincidir o no si el gobierno de Cristina Fernández representa un modelo industrialista y socialmente justo o si hace todo lo que debería para volcar progresivamente la balanza a favor del interés nacional. Pero en lo que no puede haber dudas es en el aglutinamiento de las fuerzas del subdesarrollo, las mismas que a excepción de la soldadesca mitrista, se unieron en 1930, 1955 y 1976. Un frente que integrado por el oligopolio mediático (gráfico, radial y televisivo), las transnacionales afectadas por la política de captación estatal de las rentas diferenciales, los grandes terratenientes, las clases acomodadas, amplios sectores de la clase media, la derecha partidaria y la izquierda portuaria, convergen en el pensamiento y en la acción: el país no puede ni debe evolucionar. Debe quedar inmovilizado en el tiempo.La escalada y el nivel de virulencia del “frente por el subdesarrollo”, el mismo que llora el rompimiento del orden neoliberal y persigue su retorno, tiene razón de ser. Es consciente que de no torcer el rumbo, el ruido de los bombos les impedirá disfrutar de los cuartetos de Bela Bartok. Vislumbra, como en otros tiempos, la notable presencia de condiciones objetivas para abandonar el subdesarrollo, esto es, transitar de un capitalismo primario-exportador a uno verdaderamente industrial. Crecimientos sostenidos del PBI de tasas del 8% anual (mayoritariamente alimentado por el sector industrial y a costa del ahorro interno); ingentes reservas fiscales que rondan los 50.000 millones de dólares; recuperación pública de las rentas diferenciales para el petróleo (60% de la renta total), el gas natural (100% de retención a las exportaciones), la minería (5 a 10%, según el mineral) y la agricultura (rangos variables en función del tipo de cultivo), etc. El “inmovilismo agrarista” observa y padece, asimismo, la aparición de un Estado progresivamente protagonista como planificador, contralor, inversor y empresario (sector hidrocarburífero y energético con ENARSA y la CNEA; sector tecnológico con INVAP; de servicios públicos como el agua y saneamiento con AySA; medios de comunicación con las nuevas autoridades del Comfer y la sanción de una nueva Ley de Radiodifusión, entre otros). El “inmovilismo agrarista” desafía la normal evolución de la Argentina como país capitalista, queriendo mantener al país sumido en el subdesarrollo eterno. La respuesta es política (no económica y mucho menos técnica) y pasa por industrializar hasta el último centímetro cuadrado de geografía nacional, a todos los sectores sociales, incluyendo al Ejército a través de la reactivación de Fabricaciones Militares. Efectivamente, una revolución industrial es la consigna política que requiere el nuevo modelo de país para quebrar definitivamente el orden neoliberal. Una revolución industrial que vaya debilitando al gran poder terrateniente, a todas y cada una de las transnacionales que supeditan la seguridad jurídica del ciudadano a los dividendos de sus accionistas. Una revolución industrial comandada desde y por el Estado que junto al sector privado, permita en el corto plazo mudar la relación de fuerzas sociales, compensado el atraso de la clase media cuya reacción ideológica, política y grado de colonización es inversamente proporcional a la industrialización del país. La historia de la humanidad demuestra hasta el hartazgo que sin Estado ni industrialización, sin autonomía científica ni tecnológica, sin unidad política, económica y militar (fronteras adentro y hacia afuera, hacia Sudamérica), el tránsito hacia una democracia moderna, inclusiva e igualitaria es y será inconcebible. En este sentido, resulta perentorio que el Estado empresario emerja una vez más en todos y cada uno de los sectores y rubros estratégicos de la economía, la ciencia y la tecnología. Un nuevo Estado (renacionalizado), que junto a su pueblo y al Ejército, se transformen en actores, guías y garantes del verdadero progreso socioeconómico nacional. En suma, un “frente por el desarrollo”, que por supuesto incorpore al sector agropecuario de minúsculos, pequeños y medianos productores. Porque, por más paradójico que resulte, el campo, la renta agraria son en esta etapa de despegue los propulsores de la capitalización del país y la explosión de sus fuerzas productivas. Un sector que es a la Argentina verdaderamente democrática lo que los hidrocarburos son a la democracia venezolana. Ellos recuperaron a PDVSA; nosotros recreemos un IAPI, pero del siglo XXI.

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